lunes

habían dos veces, ella y él. se escondían en las mañanas soleadas de las noches de marzo, y jugaban a ser y no ser lo que eran. a saltar con paracaídas sobre pentagramas infinitos, a inventarse otras vidas en otros espacios. un día, de esos días - que son ésos y no aquellos – ella tuvo un sueño extraño y despertó con la sorpresa de que le había nacido una canción. se la pasó por horas y horas intentando atraparla, así como a las mariposas, con una redecilla, pero era una canción tan traviesa (espontánea, dicen) que tuvieron que pasar catorce años y dieciocho días para que se cansara y accediese a sentarse con ella. y, cuando, al fin, se vieron a los ojos, ella le pidió que le contara cosas que pudiera poner en un poema para regalárselo a él. la canción se rió estrepitosamente (así son las risas de las canciones) y accedió, a medias tintas. - te dictaré pero tienes que escribir con la mano izquierda - fue su condición. entonces nació una poesía sobre un río que ella cruza todos los días, de ida y de vuelta; una poesía que hablaba también de los caminos, y de los árboles de los caminos, que le susurran cosas cuando da pasos lentos a las tres de la tarde. y escribió sobre las horas, las nubes y el viento, que le acaricia con tristeza porque él está lejos. y la poesía se convirtió en miles, en millones de poesías, que ella luego diría que venían de un lugar indefinido, pero que más tarde entendería que eran cosas que la canción le dictaba para él, para él aún desde antes de haberlo conocido.

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